A tientas

La luz era blanca. Y cegaba la visión. No había ni un resquicio de sombra donde poner a refugio la mirada. Sólo cabía entrecerrar los ojos, intuir los contornos. Oler el viento.

Pero el viento era negro. Y cegaba su piel como una gasa de alquitrán. No había ni un resquicio de suavidad donde ponerse a refugio del desamparo. Sólo cabía apretar los dientes, intuir dónde encontrar la quimera de un cobijo. Y oler la soledad. ©

– Dime quién eres.
– No puedo.
– Entonces, mírame.
Le miró. Y al hacerlo, se coló dentro de ella deslizándose por el tobogán de sus ojos. Pero lo que encontró allí fue su propio laberinto de espejos, y el zumbido codificado de un enjambre de ecos lejanos.»¿Qué es esto?», susurró. «Tú», le respondió. «No estás dentro de mí, sino de ti. Sólo vemos lo que somos.» ©

El narrador

¿Quién escribe? No soy yo. O al menos no ese yo previsible pegado como un recortable infantil sobre un paisaje dibujado del mundo. Mi narrador es una nebulosa de contornos difusos que, de vez en cuando,  escapa de mí y corre ebria de libertad. Escribo al dictado de un ser resentido con la vida inventada. Y entre líneas, le escucho gritar: ¡Sólo esto es real! ©

Magia

De pronto descubrió que el anverso de su vida tenía un reverso. Por una cara, las cosas ocupaban en orden su lugar. Como en un desfile militar. Se asomó temerosa al envés de su vida y, sorprendida, se encontró con el lugar donde habita la magia. Allí estaba. Con todas sus reglas y sincronías ignotas. Un mundo de emociones libres parecido al de los sueños. Y en el revés de aquellas hojas manuscritas, a salvo de las palabras y de lo visible, empezó a leer su verdadera historia. ©

El Baúl

Lo envolvió de nuevo con delicadeza. Se había dado cuenta de que ella no era la destinataria del regalo. Buscaba cada doblez del papel para plegarlo igual que estaba antes de abrirlo. Pegó en su sitio exacto los últimos trozos de cinta adhesiva y lo sostuvo un instante entre las manos. Parecía no haber sido nunca desenvuelto.
“Ya está”, se dijo con tristeza. Le hizo un hueco entre los demás sueños incumplidos y cerró despacio la tapa del baúl.
Sin embargo algunas noches, cuando el mundo dormía, volvía de puntillas al desván para abril el baúl y comprobar que seguía allí. ©

Aceptación

Un día se cansó de chocar empecinada contra aquella pared invisible. La hostilidad cesó. Mirando sin ver, extendió lentamente una mano abierta y la apoyó en ella con suavidad. Al contrario de lo que pensaba, no estaba fría. Un tenue calor se transmitía a través de la pared. Cerró los ojos. Y vio con claridad cómo la mano tocaba su reflejo sobre la lámina de un espejo abollado. ©

Olvidar

Cerró los ojos. Se la llevó con el pensamiento hasta el claro de un bosque encantado  que había dibujado para ella. La ató con delicadeza a un hermoso  árbol.  “Tienes que quedarte aquí. He de olvidarte. Te amo”.  Sin mirarla, echó a correr y se perdió en el bosque dejándola atrás.  Abrió los ojos.  Era verdad.  Ella ya no estaba. Pero él tampoco. Se había ido a buscarla. ©

Lobos

Esa noche, cuando empezaba  a dormirse, escuchó aullar a sus lobos.  A todos menos a uno. Silencioso e inmóvil, el lobo encadenado esperaba al sueño. Sólo cuando el mundo se apagaba se atrevía a emerger de entre las sombras arrastrando unos pasos sus cadenas.
– ¡Vete!- le gritó al verle frente a ella.
–No puedo- respondió el lobo. -Me tienes atado-.
Se tapó la cara con las manos para dejar de ver su imagen en el espejo. Y en la quietud del sueño, donde nadie podía oírla, aulló. ©

Háblame

 –         Confío en ti.
–          No lo hagas.
–          No te hablo a ti. Ni hablo yo. Lo hace la persona que llevo detrás de mí y me sostiene. Es ella la que habla a ese que también a ti te sostiene desde atrás. Déjales.©

La puerta

Temblando, toqué a la puerta de mis miedos. Estaban en casa. Podía oír sus tenebrosas letanías reptando hacia la entrada. Acercándose. Pero no me abrieron. Temían que me atreviera a mirarles a los ojos. Eché la puerta abajo. Y no había nadie.©