Cada cierto tiempo se sentaba a escribirle. Volcaba en la pantalla de su ordenador esquirlas de su vida. Desmenuzaba pensamientos. Sueños. También pesares. Y le hacía alguna pregunta. Para que pareciera una conversación. Aunque la respuesta llegara con retardo.
Cuando acababa el correo lo releía varias veces para comprobar que había expresado bien cuanto quería contarle. Porque las palabras no siempre dicen lo que queremos que digan. Entonces firmaba con un “te echo de menos”. Y, en lugar de enviarlo, lo borraba. ©